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Coetáneos de Miguel Hernández

Juan José Domenchina Moreu



Juan José Domenchina Moreu vino al mundo el 18 de mayo de 1898 en Madrid. Es hijo de Francisco Domenchina Gónima, ingeniero de ferrocarriles como muchos de los integrantes de su familia, y Encarnación Moreu Batlle, casados hacia 1895.

Juan José Domenchina, después de quedarse sin padre a la edad de 17 años, emprendió los estudios de Maestro nacional, una carrera que sin embargo nunca llegaría a ejercer.

Domenchina tuvo, sin embargo gran facilidad para redactar y elaborar crónicas y otros textos, lo cual le hizo ser bien pronto un asiduo colaborador de las revistas y los periódicos de Madrid. De entre ellos, podemos destacar a los diarios El Sol y La Voz, apareciendo además con el seudónimo de Gerardo Rivera en el último rotativo citado.

La facilidad para escribir de Juan José Domenchina no quedó sin embargo circunscrita sólo al ámbito periodístico en sus inicios. Domenchina se sintió atraído también desde joven por la lírica, publicando sus primeros poemas cuando tenía diecinueve años.

El primer libro de poesía de Domenchina que se publica es El poema eterno, publicado en Madrid en 1917, contando además con un prologuista de excepción: Ramón Pérez de Ayala.

Pero la actividad de Juan José Domenchina, fruto de su perspicacia y su saber hacer, tampoco se quedó aquí estancada, pues poco después iniciaría en las páginas de El Sol su labor de crítico literario, quizá la faceta que más prestigio le reportó de todas. Esta faceta la desarrollaría bajo el seudónimo ya mencionado de Gerardo Rivera.

Cuatro años después de la publicación de El poema eterno conoce a Manuel Azaña, director en esos momentos de la prestigiosa revista La Pluma, compartiendo esas tareas Azaña con el que sería su cuñado más adelante, Cipriano Rivas Cherif. Ambos le proponen colaborar en la revista, iniciándose así una amistad entre los tres que sólo rompería la muerte.

La amistad entre Domenchina y Manuel Azaña hace que cuando el segundo funde el partido Acción Republicana en 1925 cuente con él, y lo mismo cuando en 1934 funde Izquierda Republicana. Desde ese momento y hasta los inicios del exilio, no habría separación del amigo y mentor.

Cuando Azaña es elegido presidente, lógicamente se llevó a Juan José Domenchina como secretario particular. Rivas Cherif, recordaría más tarde la devoción que sentía por su cuñado, lo conocido que era por muchos y de cuando databa su amistad, recordando también que era asiduo de una tertulia, la del Regina.

La confianza mutua elevaría más tarde también al cargo de secretario político a Juan José Domenchina, cargo que mantuvo hasta 1935, momento en el cual se vio obligado a dimitir por problemas de salud, ya que sufría unos dolores de tipo reumático que algunas veces llegaban incluso a dejarle paralizado. De todas formas, mantuvo esa amistad y devoción por su amigo y presidente.

De esta época de su colaboración más íntima con Manuel Azaña, databan unas notas que empezó a tomar el poeta pensando en escribir en el futuro una biografía de su amigo, notas que hoy por desgracia se encuentran perdidas. Sin embargo, sí que nos han llegado hasta hoy sus obras en verso y prosa.

Más conocido como poeta y crítico, publica dos novelas en la década de los años 20: El hábito (1920), que es una novela corta y una novela vanguardista y original como es La túnica de Neso (1929).

En su faceta poética destaca La corporeidad de lo abstracto, que lo llevaría a las más altas cotas de la fama. Esta obra, cuenta con la firma reconocida del también crítico Enrique Díez-Canedo, que explica así cómo ve su obra: "Este poeta medita y el tema de su meditación no es otro que el hombre, su origen, su destino, su agonía, es decir, la lucha constante con cuanto le rodea, y, más terrible aún, consigo mismo".

La vida de Juan José Domenchina estuvo marcada por el trabajo y por su devoción a su amigo y presidente, Manuel Azaña. Esta devoción le deparó trabajo y pocas satisfacciones y honores, aunque alguna vez le permitió desarrollar sus dotes de creación y organización.

Juan José Domenchina fue nombrado jefe del Servicio Español de Información, creando el Boletín de Información y el Suplemento Literario del Servicio Español de Información, en el que llegaría a colaborar con Antonio Machado.

Avanzada la guerra, y una vez que el gobierno republicano se traslada a Valencia, Domenchina les sigue, siendo entonces nombrado miembro del Consejo de Colaboración de la famosa revista Hora de España.

A esta colaboración tan importante le seguiría la colaboración en La Vanguardia de Barcelona, una vez que el Gobierno, al que seguía en todos sus traslados, se instalase en la Ciudad Condal.

Estamos ya en el año 1938, momento en el cual es nombrado secretario del Gabinete Diplomático de la Presidencia, cargo en el que permanecería hasta la dimisión de Manuel Azaña en los momentos finales de la guerra civil, acompañándole en todos sus viajes y desplazamientos.

Amigo inseparable de Manuel Azaña, abandonaría España al igual que él, en febrero del año 1939, aunque con la salvedad de que elegirían destinos distintos: Azaña y su familia se quedó en Francia, y Domenchina y su mujer, la también escritora Ernestina de Champourcín, matrimonio del que no hubo descendencia, tras ir de Barcelona vía Toulouse, localidad en la que estuvieron tres meses pasando penurias, a París, se afincaron en México en 1939. En el exilio, además de su esposa, le acompañarían su madre y su hermana, ambas viudas y sus sobrinos, Rodrigo y Encarnación.

Una vez establecida la familia en México D. F. el poeta se dedicaría a labores de tipo editorial hasta su fallecimiento en 1959. Y precisamente estando ya en México, su amistad con el ya ex-presidente de la República le sirvió para obtener un puesto en la Casa de España, puesto para el que Azaña recomendaba a Domenchina ante el Presidente Cárdenas, gran valedor de los exiliados en México, un puesto cuya concesión el propio Azaña comentaría en su círculo de amistades por carta.

El final de Domenchina en el exilio fue un final triste, como el de muchos republicanos españoles, sumidos en la diáspora republicana, acentuada por las luchas entre instituciones de partidos y del Gobierno en el exilio. Fue además un final en el que se dieron cita la pobreza y el olvido de su persona y su obra, quizá más que nada por esa estrecha relación mantenida con Manuel Azaña. A todo ello, hay que añadir la añoranza de Madrid. Esto lo podemos comprobar en la antología Perpetuo arraigo, donde escribió: "Todos los libros que cito, como otros que no están representados en la presente selección, los escribí en México, pero desde España, a través de una década de dolor esperanzado y añorante, de 1939 a 1949".

A pesar de lo dificultoso y complicado de vivir en el destierro, algo que hizo su vida en México muy triste y vacía, como si fuese una sombra viviente, tuvo la inspiración suficiente para escribir libros tan importantes como Destierro (1942), Pasión de sombra (1944), Tres elegías jubilares (1946) estando dedicada a Azaña la segunda, La sombra desterrada (1950), en clara alusión a lo que ya mencionábamos unas líneas más arriba y El extrañado (1958).

Hoy hay que agradecerle al empeño mostrado por Juan José Domenchina la difusión de la obra de muchos de los exiliados españoles, siendo de excepcional interés dos obras. De un lado, la colección de artículos que publicó en el diario Hoy con el título de "Pasión y muerte de la República Española". Estos artículos son especialmente interesantes dada su proximidad al que fue presidente de la misma para conocer más datos sobre Manuel Azaña, y sobre todo para conocer los conflictos habidos en los agónicos últimos meses de vida de la república, los roces con el presidente del Gobierno, Juan Negrín, etc.

De otro lado, hay que citar su Antología de la poesía española contemporánea,  que se convertiría en toda América en una obra de obligada cita y referencia, una obra que sería desconocida durante bastante tiempo en España.

También hay que destacar la publicación durante su exilio de dos tomos dedicados a la crítica literaria. Son las Crónicas de Gerardo Rivera y las Nuevas crónicas de Gerardo Rivera, a los que hay que sumar diferentes ediciones de Espronceda, Fray Luis de León y Unamuno, el libro Cuentos de la vieja España, y diferentes traducciones, por un lado, de obras de Rainer María Rilke como Las elegías de Duino y por otro, de obras de Emily Dickinson, traducción en la que comparte trabajo con su esposa, Ernestina Champourcin.

Como detalle que todavía acentúa su triste final, parece ser que, sintiéndose próximo a morir, intentó volver a Madrid, pero el no haber olvidado todavía su amistad con Azaña y su cargo de secretario del mismo, impidieron que esta vuelta pudiese realizarse. Moriría en México el 27 de octubre de 1959 por un enfisema pulmonar.

Sus restos reposan en el cementerio español de México D. F. Allí, su mujer le hizo llevar, para que su soledad y su añoranza de Madrid, de Castilla, fuesen algo mitigadas, un ciprés.

Hemos visto hasta ahora unos retazos de su obra a la vez que hablábamos de su trayectoria vital para acercarnos un poco más a valorar a Juan José Domenchina. Vamos ahora a detenernos en su obra para comprobar cómo ésta, y a pesar del desaire sufrido durante años por los estudiosos, le sitúa dentro de la generación del 27.

Su abundante producción, que integra más de 20 poemarios, dos novelas, varias traducciones, varios volúmenes de crítica y todas las crónicas enviadas a los periódicos no ha significado por desgracia suficiente, colocándole en el olvido, junto a la mayor parte del exilio. A su escasa difusión también contribuyeron algunas de sus costumbres, como el ser poco amigo de las cada vez más frecuentes tertulias literarias del Madrid de los años 20-30. Domenchina era un hombre muy culto, pero el no mezclarse con los demás y estar alejado de las masas que rodeaban a Lorca, Aleixandre o Alberti, entre otros, también harán que sea considerado por algunos como un poeta de segunda. A todo ello habrá que sumar, cómo ya antes apuntábamos, el exilio, que hace que muchas veces al hablar de vanguardia, se olviden de él.

Por suerte, Amelia de la Paz ha iniciado la tarea de recoger y publicar la obra poética de Domenchina, rescatándola del olvido, curioso cuando se trata de alguien a quien el surrealismo español, de escasa representación, debe tanto.

A pesar de la precocidad de Domenchina a la hora de iniciar su aventura literaria, pues no olvidemos que publica con tan sólo 19 años Del poema eterno, podemos decir de él que es más que nada un escritor de oficio. Sus inicios, como los de muchos de sus compañeros de grupo, se encuentra en el movimiento posmodernista, al que se añade la influencia de Juan Ramón Jiménez. El resultado de tan curioso combinado va a ser algo muy próximo a lo que suponía Ramón Pérez de Ayala, que es precisamente quien le prologó el libro. Va a ser sutileza, rigor, tendencia a la ironía y a la sátira y un lenguaje barroco, tremendamente rebuscado. Precisamente en las fuentes del barroco español, es una de las fuentes en las que él bebe, siendo un muy buen usuario de estrofas netamente barrocas como el soneto o la décima.

En sus últimos años, debido a todo lo que ya hemos ido anticipando, sí se observan ciertos cambios, y es que al tema sexual y al de la muerte, que ya habían formado parte de sus obras, se une el lógico de la nostalgia que siente el exiliado. Ejemplos de obras con esta motivación serían Exul umbra, La sombra desterrada o El extrañado, obras, a tenor de la crítica, sinceras, graves incluso.

Las técnicas surrealistas son abordadas por Domenchina en dos obras: la novela La túnica de Neso, ya mencionada, y que apareció en 1929, y el poema Dédalo, aparecido en 1932. Ambas, como ahora veremos a través de la visión de Dédalo, tienden a alejarse de la copia de lo francés y buscan entre lo que deambulaba por España.

Dédalo es un perfecto ejercicio de nuevo estilo para Domenchina, que con total libertad abandona la métrica y la rima estricta del pasado para crear un bello poema escrito en versículos. Este poema será el cúlmen vanguardista de Domenchina, pues a pesar de los intentos de vanguardismo en su poesía posterior, éste retomará la métrica tradicional, finalizando esa vuelta atrás con El extrañado, objeto de la máxima depuración estética.

Dédalo se encuentra vertebrado por cada una de las letras del alfabeto, constituyendo treinta partes, y en cuyo interior asistimos a la visión de todas las pasiones del hombre que, muy escondidas en su interior, terminan aflorando bajo la forma de los siete pecados capitales: gula, avaricia, pereza, lujuria, ira, envidia y vanidad.

Antes de realizar este poema, el interés por describir las fuerzas que dominan al hombre ya se había plasmado en el libro La corporeidad de lo abstracto (1929), sobre todo en su sección de los "Caprichos", que al modo de los grabados de Goya, plasman en 32 estampas las virtudes y los defectos del hombre.

Pero volvamos a Dédalo y veamos qué más hace de él algo tan especial. En este poema confluyen muchos elementos que lo convierten en complejo, barroco y vanguardista. El lenguaje tiene aquí una importancia desmedida, llegando a excesos propios de un Góngora, como se quejaron en su momento algunos críticos por los excesos cometidos con el idioma, utilizando arcaísmos, términos técnicos, creando neologismos y frases latinas, y todo ello inserto en la estética modernista al rescatar elementos de la mitología clásica, algo ya presente desde el momento en que se escoge su título.

El inicio del poema explica el nacimiento de los hombres, que nacen de algo corrupto y que, dominados por un sol a medio crear, se encuentran en un estado entre la conciencia y el sueño.

Tras ser arrojados a ese mundo, el hombre se rebela ante su hacedor, el dios degradado, constituyendo algo parecido a la obra de Lautrémont, Los cantos de Maldoror, donde se relata también ese tema de la autodestrucción de la persona. Hay un primer desafío al cielo en el que se encuentra ya el germen del primer pecado, la soberbia.

Aparece entonces una voz que es la de Dédalo, una especie de doble humano, como una "conciencia" atraída por las pasiones y las bajezas que domina al hombre.

Le llega el turno entonces a la avaricia, el segundo pecado, abarcando los apartados d, e y f. Aquí se vuelve al tópico de las maldades cometidas por los judíos y a la riqueza que provoca cualquier mal y cualquier degeneración.

A ella le sigue una sección más larga, más surrealista, donde se dan cita lo escatológico con lo blasfemo, la sensualidad y también la crueldad. Es la sección que ilustra sobre lo que constituye la lujuria. El amor que se describe es siempre adúltero y/o prohibido y es por ello por lo que presenta a la mujer como ejemplo de maldades y abominaciones sin fin, siempre dispuesta a engañar a cualquiera. Esta sección, pese a ser posiblemente la más surrealista, sin embargo no deja que Domenchina se abandone del todo a sus excesos y dedica unas líneas de la sección a prevenir de los peligros del psicoanálisis y de Freud.

De manera breve, pues tan sólo aparece descrita en algunos de los versos siguientes, tenemos a la ira, explicando cómo quienes pecan de esta manera, pueden tener el aprecio de sus coetáneos, pero no llegar ni a la cima del éxito ni a gustar de los placeres de la vida.

El siguiente pecado en describirse es el de la gula, donde Domenchina vuelve a hacer gala de lo escatológico y de lo onírico, recordando con sus escenas de tipo hiperbólico y su lenguaje barroco las páginas del Gargantúa, de Rabelais, con sus comidas pantagruélicas.

La envidia es la siguiente en tomar carta de naturaleza. Por ella se remueve el corazón humano tratando de conseguir todo. Se establece así un círculo cerrado de pasiones que hace que Dédalo continúe: la soberbia engendra a la avaricia, al anhelo de las riquezas, que cuando se tienen hace que se consiga todo: mujeres y manjares. Cuando esto falte, llegará la ira y la envidia de lo que no se posee y así continua el círculo.

En la parte final, Domenchina se dedicó a hablar de la pereza, quizá el único vicio que censura directamente y que en el poema localiza en la gente del sur de España, sobre todo en las mujeres.

El poema, de forma circular, se mantiene como algo de lo que no se puede escapar, hasta que finalmente ese sol a medio confeccionar que hizo nacer a esos seres medio conscientes (los humanos) se apaga, devolviendo a todos al sueño puesto que se ve que es imposible separar los vicios de esos seres.


Relación con Miguel Hernández

Para hablar de esta relación, centrada en tres momentos, vamos a tratar una faceta del propio Domenchina sobre la que casi no habíamos hablado, su faceta de crítico.

Juan José Domenchina, dada la amplitud de actividades en las que se desenvolvía a la perfección, su natural alejamiento de las tertulias y del torbellino social que acompañaba a muchos de sus compañeros de generación, ha quedado siempre en el olvido, un olvido que se fomentaba desde dentro del propio grupo, llegando a parecer más una sociedad o un coto cerrado que un grupo poético, que deja fuera a nombres tan importantes e ilustres como los de Juan Chabás, Pedro Garfias, José María Souviron o Domenchina.

El Juan José Domenchina crítico que debemos estimar y estudiar fue el que no tenía amor por los compadreos y las tertulias, el que apenas escribió en las revistas del 27 y el que se comprometió con la política de la mano del presidente Azaña, del cual como ha sido mencionado era secretario. También debemos estimar como ya hemos dicho en alguna ocasión a ese Domenchina que era juanramoniano fervoroso, y al que algunos compañeros de generación como Pedro Salinas o Jorge Guillén le hicieron el vacío, sufriendo por si fuera poco un duro exilio en México.

Ese Domenchina culto y riguroso, y de criterio independiente, le hizo por desgracia mucho daño, relegándolo poco menos que al limbo. Ese Domenchina fue también un avezado ojeador de talentos literarios. Tan avezado llegó a ser que fue de los pocos y de los primeros que se percataron del valor poético de Miguel Hernández. Este Domenchina decía: "Y aplaudo o no aplaudo con arreglo a las normas de mi conciencia. Eso es todo. Lo que no hago, lo que no es posible que yo haga por pudor y honestidad, es conceder grandilocuentes patentes de inmensidad literaria a los módicos y discretos conatos de las letras".

En su faceta de crítico, Domenchina publicó en la prensa del Madrid de los años treinta, unos cuatrocientos artículos, siempre según Amelia Paz, su mayor y mejor estudiosa. Todos estos artículos iban firmados con el seudónimo de Gerardo Rivera, haciéndose tres ediciones que antologizaban sus trabajos: Crónicas de Gerardo Rivera (1935), Nuevas Crónicas de Gerardo Rivera (1938), que se creyó durante mucho tiempo que se había perdido, y Crónicas de Gerardo Rivera (1946).

Domenchina se ocupó durante su vida de Miguel Hernández en tres ocasiones. Una fue para incluirlo en su obra Antología de la poesía española contemporánea, 1900-1936 (1946). La siguiente fue para hacerle objeto del artículo titulado "Anunciación y elogio de un poeta", publicado en el diario La Voz de Madrid el 25 de noviembre de 1935, y recogido más tarde por María Gracia de Ifach en el volumen que coordinó en 1975 para la editorial Taurus. En este artículo, Domenchina defiende la coherencia hernandiana. Comenta cómo la pasión le desborda y casi ni las revistas pueden barajar ese torrente. Continúa hablando del auto sacro, ya recogido por Bergamín en su revista y que le parece sin embargo un "pastiche sacramental" en el que se dan cita la fidelidad socarrona y la pericia mimética. Advierte también en ese artículo Domenchina el ensanchamiento que sufre Castilla en el poema "Vecino de la muerte", poema aparecido en Caballo Verde para la Poesía, dirigida por Neruda, un ensanchamiento que corre paralelo, según él, al vértigo de sus algaras y al uso de una metáfora, una metáfora frutal: "el arado y los dos bueyes- roture con ultraje el decoro siempre intacto de nuestro origen". Para terminar, en dicho artículo concluye manteniendo que "Miguel Hernández merece la atención y el estímulo de los amigos de la verdad y de la belleza", y que es un "singular poeta de España", todo un verdadero elogio.

El segundo artículo es el titulado El rayo que no cesa, y se publicó también en el diario La Voz el 17 de abril de 1936, aunque no se recogió en ningún volumen. En este artículo, Domenchina recuerda el primer libro del de Orihuela, Perito en lunas (1933), "donde la pericia lunática y retórica del juvenil numen insistía en neogongorizar difícilmente la prestancia autónoma de sus octavas reales". Muestra aquí también su particular opinión sobre Hernández, del que afirma: "es un instintivo o intuitivo cantor de realidades enterizas y viriles, magníficamente superdotado. Cuando Miguel Hernández se extravía (...), se extravía por exceso. (...); constituye un asombro de asimilación y acumulación poéticas (...); le sobran intuiciones de vate (...) y recursos retóricos (...) para realizar ponderadamente sus poesías. Este exceso se traduce por lo común en rudeza". Más adelante, vuelve a sacar a relucir su gusto por lo auténtico y dice que este poemario "es una rúbrica de lumbre, cargada (...) de electricidad negativa". El poeta lleva una vida agónica. Para el escritor, el libro "constituye un cántico de angustia y una exhalación elegíaca". La frase final del artículo es elocuente: "Un Poeta que se escribe a Sí propio con mayúscula".

Tras recordar lo dicho sobre Miguel Hernández por Domenchina en esos sustanciosos artículos, no queda sino pasar revista a lo dicho en su Antología de la Poesía Española Contemporánea, 1900-1936 (1946), magna obra prologada por el propio Domenchina y que cuenta con el epílogo de Enrique Díez-Canedo, que traza el panorama de la lírica contemporánea en el abanico de años que se describe en el título, abanico al que puso triste cierre la guerra civil.

La antología se inicia con Juan Ramón Jiménez, al que él siempre le manifestó un profundo respeto y continúa con los Machado, Antonio y Manuel y Unamuno. A estos le siguen treinta autores más, todos ordenados por la fecha de nacimiento, desde Valle-Inclán a García Lorca, pasando por Jorge Guillén o Alberti, y cerrando a modo de epígono, Miguel Hernández, al que sigue el epílogo antes mencionado y que traza un pequeño panorama sobre lo hecho por Domenchina.

Sobre Miguel Hernández, al que dedica las páginas 421 a 428, inicia la breve semblanza biográfica que de él hace con el clásico error de adjudicar Orihuela a la provincia de Murcia y no de Alicante. Menciona el conocimiento que de él tenía gracias a Perito en lunas (1933) y el artículo que le dedicó, "Anunciación y elogio de un poeta" (1935). Continua comentando sus virtudes y facultades, que parecían haberle hecho el "último brote cronológico de la mejor poesía española", pero que "se desdibujó durante la guerra civil en el menester urgente y político de la improvisación bélica y de circunstancias". Adjunta luego un párrafo del artículo en el que se encuentra esta definición de Miguel: "no es inútil decir que 'puericia', 'primicia' y 'pericia' se acomodan en él como pasmo y conciliación de virtudes incompatibles", y continúa unas líneas más mencionando que ninguna de las revistas en las que aparecen su versos, le contiene, porque su pasión, es imposible de contener. Finaliza esa breve semblanza explicando que ha fallecido -ignora la fecha- en España, mientras se hallaba prisionero y añadiendo una brevísima antología poética: Perito en lunas (1932) y El rayo que no cesa (1936) y algunos versos, como la "Égloga", "Sino sangriento", "Soneto". Y, finalmente la magistral "Elegía" a Ramón Sijé.

Queda, creemos, perfectamente justificado lo fino del olfato del madrileño, un olfato crítico, que merece la atención rescatar del olvido reeditando sus obras.